Es bueno competir con tu vecino de caminadora, entérate de cómo puedes llevar a otro nivel el tiempo que pasas en el gym.
Lo admito, yo miro. Aquí estoy, casi hombro con hombro con el vecino de estera en el gimnasio, tratando de ver algo. No quiero que me sorprenda, así que espero el momento en que esté mirando hacia delante. Entonces miro. Y es más o menos lo que yo esperaba: 7.5 millas por hora (12 kilómetros por hora). Hasta que el desgraciado se inclina y lo pone en 8 millas.
Nunca soñé con competir en las esteras. De hecho, pasé al interior para escapar de una situación similar: la competencia de egos de los corredores. A los 40 años, asustado por los resultados de un análisis de colesterol y por un médico que quería recetarme medicinas por el resto de mi vida, empecé a correr. Al principio fue terrible, pero no me di por vencido y muy pronto se convirtió en un placer diario que limpiaba la escoria de mis venas y me curaba del letargo de mi trabajo de oficina. De pronto me fui dando cuenta de que mientras más corría, más me veía involucrado en breves competencias, acelerando para pasar al corredor delante de mí, y luego al que estaba delante de él. Eso se puede racionalizar: ir siguiendo el trasero de otro tipo durante cinco kilómetros no me resulta muy atractivo. Pero algunos hombres -nunca mujeres-, que parecen ser inmunes a esas tácticas de alfa-primate: no se quedan pasivos y aceleran el paso para impedir que uno los pase. Un minuto después, estamos corriendo duro, mirando hacia delante, fingiendo que dio la casualidad que los dos aceleramos a la vez, hasta que uno de los dos salvaba el honor desviándose por una calle secundaria.
Inscribirme en un gimnasio debía haber puesto fin a esos agotadores mini-machomaratones. Pero no fue así. En el gimnasio, me encuentro al menos una vez a la semana en una carrera desenfrenada con el tipo de la caminadora contigua. Terminamos acelerando hasta nueve millas por hora. En ese punto, la victoria se puede medir en décimas. Uno puede ganar si mantiene el paso a 9.4 millas por hora y el otro hombre a 9.3. Mantén ese ritmo hasta que el otro empiece a reducir la marcha o se retire, y será un día victorioso para ti.
Una sesión reciente de ejercicios durante mi hora de almuerzo no fue diferente. El otro hombre es algunos años más joven que yo, pero no tantos como para que tenga importancia. Él negro; yo blanco. Los dos estamos vestidos con shorts sencillos y camisetas, lo cual es muestra de la seriedad con que asumimos la misión, que comenzó a unas fáciles 6 millas por hora para mí, y 6.5 millas para él (yo miré). Media hora después, los dos estábamos a 8, y habíamos recorrido cerca de 3 millas cada uno.
Subí a 9 y él respondió. A los 35 minutos, estábamos empatados a 10. Como esa es la máxima velocidad de las máquinas (aumentar la inclinación no es una) esta era una carrera de resistencia. ¿Quién se retiraría primero? Ninguno de los dos reconocía la competencia; ninguno miraba a los lados. Y yo hacía rato que había olvidado la reunión de negocios a la que tenía que asistir. Tres minutos después, con los ojos aguados, apreté el botón de parar. Reconociendo mi derrota, agarre una toalla, me limpié el sudor y me dirigí a las duchas. Mientras me bañaba me sentía como un fracasado, pero ese sentimiento fue pasajero. Cuando me vestía recordé que tenía una reunión de negocios, de nuevo me convertía en un ejecutivo. Fue entonces cuando me tropecé con mi rival. Ibamos saliendo, pensando en otras cosas, cuando estuvimos a punto de chocar. “Oh, lo siento”, me dijo. “Disculpe”, le contesté yo.
Nos quedamos inmóviles. Cierto código masculino estipulaba que hiciéramos como si nada hubiese sucedido, aunque esa pequeña competencia podía haber sido la confrontación más intensa que cualquiera de los dos había tenido esa semana. Durante 45 minutos habíamos sido atletas; ahora éramos hombres con corbata, preguntándonos qué nos íbamos a decir.
Dijimos lo que teníamos que decir: nada. Él asintió con la cabeza. Yo también. Después se dirigió hacia la izquierda y yo hacia la derecha.